Neguentropía intenstina que devoró el alma mater del mundo y lo dejó a merced del inclemente Espacio. La noche se había cernido sobre la Tierra hacía ya 8 ciclos y 8 sagitas, y nunca más había retirado sus dedos de la yaga. Cada criatura, cada rincón que hubiese visto alguna vez la luz, se encontraba sumido en la más tenebrosa de las tinieblas. Un telar impeceptible embotó los cerebros de aquellas capaces de funciones psiquicas más complicadas, y se retorcieron, y se debatieron hasta agotarse y ceder a los colmillos de aquel sino inexplicable que se había mofado de su ciencia y su arte. La historia quedó, también, detenida, ya que los hechos se volvieron incorroborables, y los relatos reverberaban en la oscuridad como el eco en las grutas recónditas. No lo conocián, no lo sabían, y el saber era una dimensión más entre las muchas que aquel Ser manipulaba a su antojo. Si había sucedido en aquel momento y no otro, no se debía sino a una decisión innentendible, ya que el momento no significa nada para quien interioriza todo el tiempo que rodea al momento, que es todo el Tiempo. Con el pasar de las horas el mundo se marchitó y mutó, de lo más vivaz a lo más gélido, y de lo más calido a lo más inerte. Primero murieron ciertos tipos de flores, insectos y organismos unicelulares. Le siguieron criaturas delicadas, como el plankton y el fitoplankton, arrecifes de corales, más insectos y arácnidos. Eventualmente perecieron animales mayores, y árboles. Todo, al cabo de 2 días, se había transformado en una masa descompuesta a medias, invisible. Los pocos homínidos que sobrevivieron, que aún conservaban algunas luces, pensaron en quitarse las vidas y rogarle a sus dioses muertos que los perdonasen por acto tan aberrante, pero no hizo falta: a la octava hora del segundo día una plaga negra se volcó sobre toda la superficie del globo, y en segundos extinguió no solo toda vida restante, sino además toda irregularidad ostensible en la topología del planeta. Al final del segundo día, la Tierra no era más que un caramelo esférico y opaco, ocupando una órbita al rededor de una estrella enfermiza que sus antiguos residentes se habían empecinado en llamar hacia el final de sus días: Sol.