¿Dónde está el secreto?
Salgo por las calles a mitad de la noche como una sombra fugitiva, y me refugio bajo las tenebrosas formas que los árboles proyectan sobre las veredas. Las veredas están solas y frías. Yo estoy sólo y distante; perdido al fondo de cualquier reducto. Busco el secreto como quien busca su destino, y la suerte estaría hechada para ambos. Uno y lo otro eleva al hombre que camina de su condición terrena, y bajo el amparo de la sombra... larga sombra de los árboles de la madrugada, el hombre sólo se eleva. Las estrellas están enclaustradas en su visión poética; pero no las quiere matar con su abrazo. Más bien el cielo parece amarlo más que a cualquier cosa, y se acerca vertiginoso hacia él, hacia su pecho henchido y soñador. Porque el hombre que camina se pierde y solo entonces encuentra aquello que le permite ser paz. Un firmamento de deseos dispersos se expande ante él. Ve como, acaso, su vida se ha diluido en la inmensidad del tiempo como una gota noble de sangre en el caudal de un río. Los deseos no deberían derramarse en vano, al igual que la sangre, y encuentra en este sentido del deber hacia con sí mismo y la bóveda purpurea un orgullo mustio, que no le pertenece a si mismo sino a los siglos que han pasado tras de si. Aún, oculto tras un farol, tras la nebulosa humedad que toca toda la noche y lo que en ella mora, brillan sus ojos. Los ojos del hombre que camina y busca el secreto que no le pertenece a él, sino al mundo y cada hombre.
Salgo por las calles a mitad de la noche como una sombra fugitiva, y me refugio bajo las tenebrosas formas que los árboles proyectan sobre las veredas. Las veredas están solas y frías. Yo estoy sólo y distante; perdido al fondo de cualquier reducto. Busco el secreto como quien busca su destino, y la suerte estaría hechada para ambos. Uno y lo otro eleva al hombre que camina de su condición terrena, y bajo el amparo de la sombra... larga sombra de los árboles de la madrugada, el hombre sólo se eleva. Las estrellas están enclaustradas en su visión poética; pero no las quiere matar con su abrazo. Más bien el cielo parece amarlo más que a cualquier cosa, y se acerca vertiginoso hacia él, hacia su pecho henchido y soñador. Porque el hombre que camina se pierde y solo entonces encuentra aquello que le permite ser paz. Un firmamento de deseos dispersos se expande ante él. Ve como, acaso, su vida se ha diluido en la inmensidad del tiempo como una gota noble de sangre en el caudal de un río. Los deseos no deberían derramarse en vano, al igual que la sangre, y encuentra en este sentido del deber hacia con sí mismo y la bóveda purpurea un orgullo mustio, que no le pertenece a si mismo sino a los siglos que han pasado tras de si. Aún, oculto tras un farol, tras la nebulosa humedad que toca toda la noche y lo que en ella mora, brillan sus ojos. Los ojos del hombre que camina y busca el secreto que no le pertenece a él, sino al mundo y cada hombre.