martes, 10 de julio de 2007

La carne de la niña fue trémula, como si llamase a los carroñeros a atropeyarse en su sed de coito.
No menguó nunca mi interés, por más que nunca tampoco se alzó. Estaba muerto, no descompuesto.
Siguió moviéndose. Fue hipnótica, brutal, la música, era extraña, y la extrañaba. La nostalgia es infinita, e inexplicable en su infinitud, mas es el pecado más terrible, el de no querer con la fuerza suficiente.
La quería, quería su género, quería su tipo y su estereotipo. Las preguntas no llenaban el vacío, igual que estas palabras no lo hacen ahora. La palabras son peor, peor que una droga. La droga al menos te permite atarte a ella, pero las palabras... no aman ni dejan que nadie las ame. Solo se les puede tener lástima, o estar irremesiblemente sujeto a ellas. Prefiero morir allá afuera, en el silencio del páramo, que vivir esclavizado en su seno.
Verga: eso necesitaba la niña. Y yo necesitaba que ella lo necesitase.

Después, el querer.