Escribir en letras desvencijadas, que me recuerdan a la puerta de aquel viejo faro, en la playa fría y soleada de la península meridional de Agataland, es una linda artesanía. Algunos dicen que es distinto, más cercano a los nenúfares y las luces turbias que se vuelcan de los días felices hacia los pantanos, que no parecen muy contentos para alguien antropomorfo, pero son una fuente rica en sustancias en todo estado de agregación, vida y muerte de todos los tipos. Esas personas seguramente no escriben mucho en letras desvencijadas, más ahora que esos hermosos abecedarios de polietileno están tan económicos, con sus brillantes tonos pastel y su textura suave, continua. Me dan ganas de tener uno o dos... Los abecedarios plásticos no son lo mismo pero, son otra cosa más que no muere nunca. ¿Pueden imaginar que sus letras no mueran jamás?, peor solo es sobrevivir a un hijo. Que sé yo... dicen que duran miles de años, que no son como los arrayanes o los olmos, que no necesitan agua ni atención, que nunca se desvencijan... Pero no tiene gracia, ¿sabés?, no es gracioso cuando no puede destrozarse en cualquier momento. Estoy convencido de que la fragilidad es condición para la gracia, aunque venía hablando de otra cosa. La playa a veces se encapota, un vientito sopla del este, de donde vienen las tormentas, y el faro entonces brilla más. Debe ser muy lindo para el Cuidador. No sabemos mucho de Él, nosotros los que trabajamos con maderas mustias y vivas, y por tanto pasibles de morir. Es un tipo misterioso. Yo creo que le gusta que hablen pavadas de que es lo que hace, o que es lo que piensa. No se lo ve, generalmente no se lo escucha tampoco, y no hay muchas señales de que viva en otro lado o alguna vez lo haya hecho. Aunque... alguien tiene que cuidar el faro, ¿no? Tiene que haber un Cuidador, por eso nosotros insistimos en acercarnos hasta la puerta y escribir algunas letras sobre su frente gastado por los años y la sal, seco, un poco latente. Y de vez en cuando alguno golpea con su cincel, y se encuentra con la puerta abierta. Eso dicen, y dicen que si llegan hasta arriba y no se arrojan, al volver vuelven distintos, como son las letras desvencijadas de los abecedarios plásticos, y no se los encuentra nunca más morando la playa fría y a veces ventosa de la península meridional de Agataland. Yo creo que el lento palpitar de la puerta ya no puede mantener vivas sus letras, y que la furia de las tormentas y la arena no puede ponerles fin. Y quizá ahora estén cincelando montañas o ciénagas, algún gran árbol patagónico, sobre el que vela algún otro Cuidador para asegurarse de que su luz siga soplando tibia sobre los artesanos perdidos.