¿Siento pena?
Sí.
Tanta que no puedo cerrar los ojos en la cama.
En estos días tiesos de invierno el dojo está particularmente vacío. Somos hojas y nos fuimos secando y desprendiendo de todo lo que es importante en nuestras vidas. Poco a poco, mientras el invierno avanza, vamos introcediendo, cerrandonos sobre lo oculto en nuestro fuero tenebroso y cálido.
Todavía oigo el piano por las calles, veo el relámpago en el rabillo del ojo. Aún no sé como decirle lo mucho que detesto (la detesto y me detesto) por no haberlo resuelto. ¿Qué era acaso tan difícil? No faltaba sino dejar de lado lo mezquino en nuestras maneras de tocarnos, con palabras y yemas, con la punta a penas de nuestro intelecto perforar acertijos, problemas; no nuestra conversación diaria, que de toda nuestra geología era la que más profundo orodraba con esas helicoides fantásticas y cuasi-barrocas que sabíamos trazar sobre su superficie. Amábamos las palabras, los tonos en las palabras, los momentos sinónimos y antónimos para hacer caer una oración como un piano, un yunque, o un valiosísimo jarrón de la dinastía Ming. Dios sabé que aún oigo el piano, pero jamás lo oí romperse. Jamás oí caer los ladrillos y el reboque, y se me recusó el obsceno crimen "showing feelings". Nunca se me juzgó. No hubo sentencia. Nunca se me libertó tampoco de la prisión que me salvaguardaba de las navajas afiladas en el extremo de las caricias, de las brasas como navajas en el corazón de otro ser humano. Las cicatrices de basalto sobre mi piel todavía queman de recuerdo. El dojo sigue frío, como el sol fresco sobre la silueta soñolenta de los edificios. Trato sin lograrlo abrir la puerta de entrada. Alguien debe estar por venir. Tengo que recibirlo.
sábado, 22 de mayo de 2010
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